sábado, 5 de junio de 2010

EPIDEMIAS EN QUERETARO

Las epidemias en Querétaro en el siglo XIX: la primera república federal
Diario de Querétaro
17 de mayo de 2009

Dr. Juan Ricardo Jiménez

Querétaro, Querétaro.- En Querétaro las enfermedades comunes aportaban su cuota regular de defunciones, pero las epidemias hacían verdaderos estragos en la población, sobre todo en los niños. En 1823 hubo epidemia de peste. La mortandad debió ser mucha, pues el descenso de los varones se reflejó en los cuerpos de milicia cívica que se vieron diezmados.

En 1824, en el curato de Santa Rosa, las defunciones eran por las siguientes enfermedades: hidropesía, fiebre, disentería, fiebre, alferecía, tiricia, "un dolor", etis, incordio, disipela, tisis. En el segundo trimestre de 1824 la causa predominante de muerte era la fiebre, y fallecían lo mismo niños de meses que jóvenes, adultos y ancianos. Probablemente se tratara del cólera morbus, o "la peste", pues de 69 muertos todos fueron de fiebre, menos 6 atacados de alferecía.

En 1828 los pueblos de Querétaro fueron afectados por una epidemia de viruela.

Nuevamente, a principios de 1830 se tenían noticias en el Estado de que la epidemia de viruela se había manifestado ya en la ciudad de México y en otras ciudades de la República. Las autoridades tomaron la providencia de acopiar el fluido vacuno para inocular a los niños. Los pueblos debían enviar a la capital dos niños para que se les pusiera la vacuna y fueran portadores de ella en sus cuerpos, y de este modo reproducir la operación.

En 1830 hubo otra epidemia, ahora de viruela. El Congreso autorizó al gobierno un gasto extraordinario de 2 mil pesos para socorrer a los contagiados.

En 1833 una epidemia de cólera morbo asoló la República. En Querétaro se manifestó por julio, tuvo su mayor intensidad en agosto y decayó en noviembre.

La parroquia de San Sebastián incluyó en su informe estadísticas de los decesos por la epidemia. Del total de muertos que fue 566, el 85 por ciento se debió a los estragos del cólera. Los hombres muertos sumaron el 53 por ciento y las mujeres el 47. Los párvulos sólo representaron el 20 por ciento y los adultos el 80. Esta proporción indica que el cólera afectó principalmente a los adultos, pues los difuntos menores de siete años fueron relativamente pocos.

La epidemia del cólera privó a la judicatura de uno de sus ministros, el licenciado Martín Rodríguez García, del Tribunal Supremo. Como prueba de que esta embestida no hacía distingos de jerarquías ni inteligencias, también se llevó a la tumba al portero de los tribunales. De los 77 individuos de la junta electoral de Querétaro, sólo había 42 en septiembre de 1833, pues aunque había algunos enfermos y otros ausentes, muchos habían fallecido en la epidemia que había azotado a la ciudad en el mes anterior.

Medidas contra el cólera morbo, 1833

Para contrarrestar el cólera no había elementos médico-asistenciales, pues no se conocía ningún remedio efectivo contra ella, y los enfermos morían en sus casas o en hospitales sin que nada pudiera hacerse para su cura. Entonces se acudía a las actitudes tradicionales ante el mal inevitable, como lo era implorar con fervor la intercesión de los santos para alcanzar una respuesta divina que detuviera la peste.

Pocas medidas sanitarias dictó la autoridad republicana en la era federal en Querétaro. A principios de 1833, cuando la peste aún no llegaba al territorio nacional, el prefecto de Querétaro Manuel Vallejo decía al gobernador que siendo una de las principales causas del mal la falta de limpieza, había dispuesto que se asearan las calles, y que el vecindario las barriera tres días a la semana.

El Congreso emitió su decreto número 9 del 14 de marzo por el cual renovó la prohibición contenida en la orden de las Cortes españolas del 1° de noviembre de 1813 relativa a que no se sepultaran los cadáveres en las iglesias o cementerios de ellas dentro del poblado. Ahí mismo mandó que los ayuntamientos cuidaran de que hubiera camposanto convenientemente situado fuera de la población. Pero las resistencias sociales o los problemas económicos retrasaban el cumplimiento de esta disposición.

En San Juan del Río, el ayuntamiento elevó una iniciativa al Congreso para que le autorizara gravar los licores para obtener un fondo y poder fabricar un camposanto, y de esa manera cumplir con lo decretado por la misma Legislatura. El prefecto, a la usanza colonial, dijo al gobierno que el decreto que mandaba no se enterraran los cadáveres en el cementerio se había obedecido pero no se había cumplido, porque en el pueblo no había un camposanto decente, pues el que había estaba tan malo que los perros y las corrientes del río exhumaban los restos, de lo que venía el disgusto general de los habitantes de la villa que sabían iban a ser enterrados en él.

Meses más tarde, el vicegobernador Lino Ramírez, siguiendo la experiencia de otras latitudes, prohibió la venta de bebidas embriagantes, frutas y legumbres, porque se pensaba que el consumo de estos artículos estaba asociado a la causa del cólera. Las frutas fueron calificadas de mortal veneno, y se establecieron fuertes multas a quienes vendieran toda clase de licores, incluso el pulque blanco y la bebida llamada colorado; chile verde, coles, lechugas, quelites, verdolagas, acelgas y nopales. Sin embargo se permitió que estos productos pudieran comercializarse al mayoreo para fuera del Estado.

En Tolimán, el prefecto obtuvo de los vecinos principales un donativo con el que formó un fondo de caridad para la compra de medicinas que se repartieron gratis. Otras medidas gubernativas fueron la orden de que se limpiaran las calles y las casas, la prohibición de toda venta de licores y frutas, y la petición al cura para que los muertos se enterraran en secreto sin dobles de campana. No podían faltar las rogaciones públicas, y tres procesiones solemnes, a las cuales sacaron las imágenes más milagrosas "a quienes el pueblo tiene un decidido afecto". La peste atacó con dureza a los indígenas. En la cabecera fue preciso abrir una zanja en el camposanto pues la mortandad no daba tiempo para hacer fosas individuales; además, se mandaron hacer camposantos en los pueblos circunvecinos para evitar el traslado de los cadáveres y no exponer al contagio a sus conductores.

En San Juan del Río, el ayuntamiento tuvo sesión extraordinaria para adoptar las medidas para combatir la epidemia. No había ni medicinas ni boticarios que las prepararan, por lo que solicitaron del gobierno que hiciera regresar a la villa a los oficiales de cívicos que se hallaban en servicio Procopio Moredia e Ignacio Serrano que eran boticario examinados y prácticos en curar enfermos, y que remitiera con ellos al menos una arroba de sal de ajenjos, que se tenía por remedio para la enfermedad.

Los reos de la cárcel de la capital del Estado estaban alarmados, pues temían que la epidemia se cebaría en ellos con mayor intensidad debido a las condiciones de insalubridad y hacinamiento que privaba en su reclusión. Como la cárcel estaba al cuidado del Tribunal Superior de Justicia a través de las llamadas "visitas", los reclusos se dirigieron a este órgano, apelando a la caridad, solicitando que se previeran medicinas para tratar a los enfermos, las que creían les administraría el alcaide por razones de humanidad. En forma dramática alegaban que si bien sus delitos los mantenían presos no estaban sentenciados a muerte, lo que seguramente ocurriría si no se atendía su ruego. El Tribunal, carente de todo recurso, se limitó a trasladar la petición al gobierno para que se ocupara del asunto.

Las vacunas

Contra la viruela, en Querétaro como en el resto del país, la medida sanitaria adoptada por las autoridades fue la vacuna.

En agosto 31 de 1827 el cabildo fue informado por Mariano Güemez de haber sido vacunados 106 niños de los dos sexos. En el mes de septiembre este mismo facultativo vacunó 90 niños. En octubre vacunó a 125 infantes. En noviembre fueron 81 niños los que inoculó. En septiembre de 1827, el prefecto de Querétaro, José María Paulín, informó al gobernador que en el cuatrimestre anterior habían sido vacunados 500 niños de ambos sexos en la capital del Estado. La cifra es muy corta, pero aparte de las limitaciones por la falta de "fluido vacuno" estaba la arraigada actitud de desconfianza de la población hacia la vacunación, la cual se había manifestado muy claramente dos decenios atrás cuando se introdujo la vacuna contra la viruela con la expedición del médico español Francisco Javier de Balmis, quien trajo consigo decenas de niños inoculados con virus. Con las pústulas infectadas -eficientes medios de cultivo- pudo reproducir la vacuna en la Nueva España y otras partes de los dominios hispánicos. Sin embargo, sólo una quinta parte de los que debían ser vacunados recibió la dosis. El recelo de las capas bajas urbanas y la masa rural fue un duro obstáculo para una mayor cobertura de esta campaña sanitaria.

Los médicos de Querétaro viajaban a la ciudad de México para traer la vacuna en niños inoculados.

En junio de 1829, el Congreso decidió que los gastos de conservación del fluido vacuno corrieran por cuenta de los fondos del Estado, como lo había solicitado el ayuntamiento de Querétaro. Consecuentemente autorizó al gobierno para que gastara 30 pesos mensuales en dicho objeto. Al año siguiente, para resarcirlo de los gastos hechos, la Legislatura autorizó que se pagaran 58 pesos a Mariano Güemez por haber conservado la vacuna antes de aquella fecha.

Los hospitales

La eficacia del tratamiento de cualquier enfermedad depende de los recursos destinados para medicinas, médicos y cuidados. En esta etapa histórica, quienes tenían recursos podían ser atendidos en sus casas. Para los pobres estaba reservaba una muy antigua institución de caridad, el Hospital. Querétaro contaba desde finales del siglo xvi con uno, que luego tuvo el nombre de Real Hospital de la Purísima Concepción. Con la emancipación del país, y luego la República, ese nosocomio no solamente cambiaría de nombre a nacional, sino que pasó a depender del gobierno local. De este modo el Hospital debía ser apoyado con recursos estatales, pero las escaseces del erario impedían ministrarle auxilios, y se mantenía de sus propios fondos provenientes de los capitales que habían sido impuestos en su favor por bienhechores en el pasado. El Hospital continuaba en manos de los religiosos de la Orden de la Caridad, sin que hubiera una decisión al respecto, simplemente como una inercia. Fray José María Terreros era el administrador del Hospital a finales de 1827. En 1831 atravesaba por una severa crisis. No había con qué alimentar a los pocos enfermos que existían en el establecimiento, por lo que el padre prior que administraba el Hospital se vio en la necesidad de no recibir a ningún enfermo que se le mandara de la cárcel. Intervino el Tribunal superior de segunda instancia ante el gobernador urgiendo una solución a este problema a efecto de que se volvieran a recibir enfermos en el Hospital, pues así lo exigía la necesidad de evitar un contagio en la cárcel "con riesgo eminente de la salud pública". En 1829 el gobernador del Estado, de acuerdo con el comandante militar de la plaza extinguió el Hospital de sanidad militar de Querétaro, y dispuso que los soldados enfermos pasaran al Hospital de la Concepción. Para las autoridades superiores del Ejército éste fue un procedimiento arbitrario, y se reclamó al funcionario local por conducto de la secretaría de Relaciones señalándole que sólo el gobierno general podía extinguir o aumentar esos establecimientos por pertenecer exclusivamente a la Federación.

No fue sino hasta 1832 que el Congreso prestó atención al Hospital, y ratificó el estado de cosas que existía. Legalmente quedó bajo el cuidado de los padres hospitalarios "mientras esa orden religiosa existiera", e instó al gobierno para que reclamara de la Santa Iglesia Metropolitana la parte proporcional que le correspondía al Hospital del cuarto noveno de la masa de diezmos que se recaudaba en la circunscripción.

Pese a la insuficiencia del Hospital para dar atención a una creciente demanda de enfermos, a las penurias y penalidades que pasaban los administradores y los pacientes, no hubo una acción gubernamental eficiente para resolver esta situación, no solamente en el periodo de la República federal, sino casi en todo el siglo xix.

Conclusión

La atención de la salud ha figurado como una función pública a lo largo de la historia. Las condiciones socioeconómicas de la población han sido factor decisivo en la intensidad de los brotes cíclicos de epidemias. En Querétaro, durante el primer decenio de vida republicana, se padecieron varias epidemias. Para algunas, como la de viruela, se dispuso de una vacuna con cierto éxito, pero para otras como la del cólera prácticamente no había remedio. La carencia de recursos públicos destinados para la salud es la nota característica de esta etapa, situación que se complicaba con la ignorancia del común de los habitantes y las inercias e ineptitud de los gobernantes para atender tan extraordinarios procesos.

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